La dignidad de cada persona exige asegurar que todos tengamos accesos a las condiciones mínimas, no solo para la supervivencia, sino para una vida digna. La solución no está en el subsidio, dice la encíclica Fratelli tutti, porque «ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo» (FT 162).
Aquí se acentúa la centralidad del trabajo como principio de vida porque es la verdadera fuente de riqueza, que puede generar la satisfacción de las necesidades humanas de una manera digna y posibilita una vida personal, familiar y social, que contribuye al bien común y a la construcción de una sociedad realmente humana y fraterna.
Hace cuarenta años san Juan Pablo II, en la encíclica Laborem exercens, destacaba la prioridad del trabajo subjetivo sobre el trabajo objetivo; es decir, el trabajo, como actividad humana, es más importante que el trabajo concreto que cada persona realice. Lo que da auténtico valor al trabajo es el hecho de que siempre hay una persona detrás para la que el trabajo es una vía, no solo para la obtención de
una renta, sino, también, para su realización como persona.